Los políticos canarios siguen empeñados en aumentar su muy acreditada fama de no dejar pasar oportunidad alguna para hacer el ridículo. Mientras las islas ardían, unos por los otros se reprochaban acciones y omisiones sin fin. Película ya vista muchas veces, casi tantas como las de Cantinflas en la Televisión Canaria.
Con esa estomagante cantinela se pasan por alto algunos asuntos que parecen esenciales, tan solo uno preste atención a los técnicos en la materia. Por ejemplo, el fuego es parte misma de los ecosistemas, existiendo una tasa natural de incendios que haría recomendable aprender a convivir con ellos. En la década de los 60 se quemaban aproximadamente las mismas hectáreas que hoy, solo que entonces eran más pequeños y numerosos, mientras que ahora son menos habituales y más pavorosos. ¿Por qué? Varios son los motivos que podrían explicarlo. Los propietarios de entonces tenían poca confianza en la aparición de un helicóptero salvador si se iniciaba un fuego y se encargaban personalmente y sin trabas administrativas de la mejor adaptación de su propiedad a las eventualidades. Es lo que hace la propiedad privada por el medio ambiente. Hoy no es así y la gestión burocrática les impone rellenar una infinidad de papeles y el pago de tasas por efectuar cualquier acción en una propiedad rebajada a rango de concesión administrativa por unos gobernantes que la subordinan al cumplimiento de una función social, que ellos mismos determinan.
No se diría toda la verdad sin aceptar que también explica la diferencia anterior la propia eficacia de los medios disponibles. El hecho de que los conatos puedan ser de inmediato controlados permite que se acumule biomasa para futuros incendios.
Ya que tenemos que vivir expuestos a la posibilidad de incendios (solo a un político se le ocurre pensar que un riesgo próximo a cero es algo que se pueda alcanzar), hay algunas convenciones más que convendría refutar. Por un lado, no es cierto que los inviernos secos sean favorecedores de incendios en verano y sí parece que ocurre justo lo contrario, esto es, que los inviernos húmedos aumentan las probabilidades de tener peores incendios en los veranos siguientes. Por otro, los vecinos respiran aliviados cuando ven aparecer los helicópteros, por más que su eficacia en los peores momentos del fuego sea más que cuestionable, si bien son útiles en la primera fase y cuando se precisa enfriar el terreno para permitir la entrada de cuadrillas. Lanzar 1.500 litros de agua sobre una llama viva bastante tendría con no evaporarse antes de llegar al suelo.
Con lo anterior podría deducirse que, más que una base permanente de hidroaviones en Canarias, lo que necesitamos es una mejor gestión de los montes en invierno (incluso con quemas prescritas), una menor burocracia, unos derechos de propiedad mejor definidos y sin interferencias, así como una mayor y ejemplar condena a los pirómanos que, de forma premeditada, prenden fuego a nuestros bosques en verano con total desprecio a los bienes y vidas de terceros.
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