Es notable la retórica de los políticos, máxime cuando tratan de explicar que lo único que los mueve en su quehacer diario es el afán de servicio, siempre subordinado al interés general (ese que ellos mismos definen). No escapa a ese tópico político Ricardo Melchior, presidente del Cabildo de Tenerife, quien ha explicado que la única razón que le impulsa a presentarse a la reelección es «acabar con el monopolio de Telefónica» y que será este su último mandato, «así se caiga el mundo».
¡Notable, y por partida doble! Nótese el énfasis que se pone en señalar que no está dispuesto a más sacrificios, ni siquiera en caso de hecatombe torcería su férrea voluntad, considerando que su misión está más que cumplida. Recuerda vaporosamente a Hosni Mubarak, presidente de Egipto, muy cuestionado por su pueblo y la comunidad internacional, cuando anunció que no se presentaría a la reelección pues su servicio al país ha sido ya suficiente, lo que nos lleva a concluir que el poder tiene el mismo efecto obnubilante en cualquiera que lo ostente o detente.
Pero aun más llamativa es la otra afirmación, cuando anuncia que el único fin que le lleva a una nueva cita electoral es lo que nos presenta como una misión vital: acabar con un monopolio. En las sociedades abiertas —no soy tan ingenuo para creer que vivimos en una de ellas—, la única posibilidad de acabar con monopolios privados es tener el campo de juego limpio como una patena de trabas administrativas y leyes que capen la iniciativa empresarial.
Puede haber, sin que ello implicara problema alguno, un operador con un monopolio otorgado por sus consumidores, quienes premian así su eficacia y atención a los intereses de aquellos. Si en algún momento quebrasen su confianza, habrá otros operadores con posibilidades de sustituirlos y los políticos nada deberían hacer en un caso ni en el otro.
También puede ser que exista un operador monopólico privado que aproveche sus conexiones con políticos para mantener ese status, o que proceda de un antiguo monopolio público y se siga beneficiando de pasadas prebendas. Tampoco aquí cabe la intervención política pues es sabido que la solución no puede pasar por crear competencia desde una acción pública, que nunca tendrá las consecuencias benéficas que sí tiene cuando es privada, esto es, mejora de calidad y abaratamiento de los precios.
Podría pasar que el sueño de Melchior estuviese justificado y que desde la entrada en funcionamiento del nuevo cable submarino los precios bajasen, pero cabría preguntarse si esto sucederá como una consecuencia deseable de la dinámica del mercado —sano— o por la imposición de un precio de servicio que justifique la acción política y el gasto de los más de 115 millones de euros que costará la instalación —insano—.
Es cierto que existen motivos para sospechar, a fin de cuentas, el propio Cabildo tiene una dilatada experiencia como empresario público y, lo que son las cosas, sin éxitos reconocibles. Así que más vale monopolio conocido que duopolio por conocer.
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